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La gestión de los tributos se inicia, normalmente, con la declaración (autoliquidación), que formula el contribuyente, y finaliza con la liquidación, que practica la Administración o, en otro caso, cuando transcurre el período de prescripción.
Aunque nuestro ordenamiento tributario no define el concepto de liquidación, puede decirse que, en sentido estricto, es el acto administrativo de aplicación del tributo, por virtud del cual la Administración determina, con carácter provisional o definitivo, el importe de la deuda tributaria que corresponde pagar al contribuyente. La liquidación pone fin al procedimiento de gestión y, si se notifica debidamente, obliga al contribuyente a pagar la deuda tributaria.
Nuestro ordenamiento fiscal ha generalizado la práctica de las denominadas autoliquidaciones. Sin embargo, por liquidación ha de entenderse, única y exclusivamente, la que practica la Administración y no otra cosa.
Al practicar liquidaciones, la Administración no está obligada a ajustarse a los datos consignados por los sujetos pasivos en sus declaraciones, pero sí a proceder a su notificación, expresando sus elementos esenciales, los medios de impugnación contra las mismas y el lugar, plazo y forma de pago de la deuda tributaria. Además, si la liquidación implica un aumento de la base declarada por el contribuyente, dicho aumento debe serle también notificado, con indicación concreta de los hechos y elementos adicionales que lo motivan (ver apartado 6.2).
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